ENTRE TEMBLORES - Iker Fidalgo Alday

 

—Hola, ¿me oyes?¿Puedes oírme?

—.....

— ¡Vamos!, sé que me oyes. Y también sé que puedes contestar.

—¿Hola?¿Quién eres?

—Soy yo. Estoy justo enfrente de ti. Donde está la ventana que da a la palmera. ¿Me ves?

—Si. Te veo y te oigo. ¿Pero, desde cuándo nosotras podemos hablar? Nunca pensé que sería capaz de emitir sonido.

—Bueno, es normal. Siempre se dice que “las paredes oyen”, pero nadie sabe que también hablamos. Quizás es porque nunca nos han escuchado. O puede que llevemos tanto tiempo aquí que se nos haya olvidado cómo hacerlo.

—Esto es muy extraño. Siento que crujen mis vigas y los rodapiés del suelo. Se me mueven los ladrillos y la escayola de las molduras. Me siento rara.

—Tranquila, es muy complicado saber dónde acaba mi cuerpo y dónde empieza el tuyo. Si somos solo un muro o si nos unimos también con el suelo y con el techo. Además estamos atravesadas por ventanas y puertas, agujereadas por cables, tubos y a veces incluso por nidos de gorriones y pececillos de plata, esos insectos plateados que aparecen solo de noche y que entran y salen de nuestras entrañas.

—Es cierto. Noto cosquilleo cada vez que alguien enciende el interruptor o enchufa una lámpara. Siento que todo me atraviesa.

—¿Y cuando llueve? ¿No notas nada cuando llueve?

—¡Si! ¿tú también? Es como si la estructura se balanceara. Soy capaz de sentir a la vez el frío del agua y cómo los cimientos se hacen barro. Y noto que entra aire por debajo de la tierra. Como que todo se disuelve.

—¡Exacto! No podemos saber dónde acabo yo y dónde empiezas tú. Estamos construidas una sobre otra. Mi peso descansa sobre el tuyo y el tuyo sobre el mío. Tu no eres solo una pared. Sientes el frío de fuera y el calor de dentro. La humedad y el vapor. La electricidad y la vibración del suelo. Parece que no podemos movernos pero al acomodarnos emitimos sonidos que retumban por los huecos de las escaleras.

—Espera…¿qué es ese ruido?

—Será que viene alguien. Ya está amaneciendo. Será mejor que nos quedemos en silencio.

 

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—¡Ey!, ¿estás bien? Ha sido un día duro. Hacía semanas que no veía a tanta gente.

—Si, gracias. Estoy bien pero algo cansada. Desde que han abierto las puertas han empezado a llegar personas con objetos embalados, escaleras, taladros y clavos. No sé cuántas veces se han apoyado en mí o han dejado caer sobre el suelo destornilladores y cartones. Siento mi madera entumecida.

—Los agujeros han sido el momento más duro. He notado como la vibración llegaba hasta el suelo. He sentido moverse a las lombrices de la tierra mientras los aleteos de los pavos reales que estaban paseando cerca, han creado un flujo de aire que ha hecho temblar los cristales. Incluso he oído un pequeño chasquido en el marco de la ventana, pero no creo que sea nada importante.

—Seguro que no. Llevamos más de 100 años manteniendo en pie este palacio y aún no hemos conocido el miedo a caernos.

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—Creo que me hago mayor. Hoy una corriente de aire ha cerrado con fuerza las maderas de las contraventanas y he tenido una sensación bastante molesta. Ha sido una mezcla violenta entre el golpe y el ruido.

—Yo también lo he notado. El movimiento se ha expandido por toda la estructura, ha pasado por las escaleras de madera y se ha filtrado al suelo. Aun así creo que algo ha pasado ahí abajo.

—¿En la planta baja?

—No, no. Más abajo aún. En la profundidad del montículo sobre el que estamos. Pareciera como si algo avanzara lentamente y se saliera de su lugar. Como si los estratos de la tierra se dislocaran para volver a encajarse.

—Estate tranquila. Nada permanece quieto nunca. Acuérdate de los ruidos que haces cuando se enciende la calefacción después de un fin de semana sin nadie que nos habite.

 

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—¿Cuánta gente habrá pasado por aquí? Hace tanto tiempo desde que nos construyeron que ya se me mezclan las caras y las voces. En cambio, si miro hacia afuera el paisaje es más monótono y eso me da paz. Hay lluvia, color verde y cielo. Un cielo gris la mayoría del tiempo. 

—No te olvides que las paredes somos también frontera. Pero no sólo porque separamos dos estancias sino porque permitimos los encuentros. Somos paisaje y somos cobijo.

—¿Como aquel cuento de aquellos amantes que se besaban solo debajo de los umbrales de las puertas?[1]

—Eso es. Somos parte de una memoria pero también de un futuro.

—Por cierto. He oído que mañana volverán a venir a trabajar. Creo que hay una nueva exposición. Veo desde aquí que te han colgado cuadros y te han dejado algunos  marcos apoyados. ¿A mi también verdad?

—Si. Desde mi sitio  puedo verlos.  Vuelven a cubrirnos de nuevo. Me gusta esa sensación.

—Y a mi. Ya empiezo a notar el peso y la tensión de los tacos y los tirafondos.

 

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—¿Crees en los fantasmas? De vez en cuando siento presencias en nuestras habitaciones.

—No lo sé. Supongo que creo en la memoria y en su poso. En que todo sigue vivo aun cuando deja de estar.

—Es como la materia que nos cubre cada vez que nos pintan. Vamos acumulando capas y capas en las que se juntan el polvo, los pelos de las brochas y seres microscópicos que se quedan pegados a nosotras para siempre.

—Somos superficies que se superponen una encima de otra. Estamos hechas de huellas.

—¡Espera! ¿Has sentido esto? Otro pequeño temblor. Creo que algo se mueve en la tierra.

 

 

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— ¿Qué tal ha ido? Diría que ya están terminando. Me ha parecido escuchar que mañana inauguran la exposición. Después de estos años tan raros me ilusiona ver que vuelven a visitarnos como hace un tiempo.

—La verdad es que tengo muchas ganas. Me gusta ver como acercan sus caras y clavan sus miradas en las obras que sostenemos. Mi momento preferido es cuando alguna niña aburrida se apoya en nosotras.

—Eso me encanta. Podemos ser una carretera para un coche de juguete que sostiene en la mano o simplemente un lugar donde apoyar sus zapatos mojados por la lluvia de la primavera mientras espera ansiosa el momento de salir a jugar. Me gusta que se quede su huella impresa en mi cuerpo.

—¿Sabes?, ayer estuve pensando en nuestras esquinas. En los cuatro rincones de esta habitación.

—Bueno, llevan ahí toda la vida.

—Sí,si, ya sé. Pero creo que nunca me había centrado en describir lo que siento en esos puntos de mi cuerpo. Es justo en ese lugar donde noto que no sé definir mis límites físicos. Se me pierde la sensación de pertenencia y me mezclo contigo.

—Claro. Es en las esquinas donde se entrelazan nuestras estructuras. Dejamos de ser unidades separadas y formamos un cuerpo. Como dos placas que se acoplan para formar una.

—¿Crees que es como cuando los humanos van de la mano? ¿O como cuando se abrazan?. Desde aquí al menos dejo de diferenciar sus cuerpos cuando lo hacen.Se convierten en una masa que se cierra sobre sí misma para luego volver a ser dos unidades independientes.

—Supongo que sí. No sé si para ellos es tan reconfortante como para nosotras, pero no cambiaría por nada esa sensación. Me hace tener presente que si tu no estuvieras yo solo sería un montón de ladrillo y polvo de escayola sobre el suelo.

 

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— “Tectónica”. Ese era el título de la exposición. Siempre nos pasa igual, somos las que más tiempo pasamos aquí y las últimas que nos enteramos.

—Bueno, es normal. Nadie piensa que tiene que avisarnos de nada. ¿Cómo te has enterado?

— Lo comentaba en una pareja que se acercaba justo cuando abrieron las puertas. Además he creído leerlo en algún vinilo de pared o en algún papel que tenían en la mano mientras colocaban las últimas cosas antes de abrir.

—Me gusta mucho el título. Las placas tectónicas también están apoyadas entre sí y cuando se mueven son capaces de crear montañas y cordilleras.

—¿Recuerdas esos pequeños temblores que a veces sentimos en nuestros cimientos? Es la tierra diciendo que está viva. Que respira y que late. Solo que a los humanos les cuesta entenderlo. No es con mala intención pero la soberbia es inherente a su especie.

— Al final todo está conectado. Desde lo más profundo del suelo hasta las nubes, pasando por los interruptores de nuestra pared y los insectos que aterrizan en una planta del estanque de ahí abajo.

— Llevamos tanto tiempo aquí,quietas y apoyadas una sobre otra que no es tan extraño de entender. A fin de cuentas ¿quién es tan arrogante como para pensar que es un ser independiente del resto?

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— Últimamente creo que empiezo a sentir miedo de que llegue el final. A pesar de estar quietas y soportando esta estructura desde hace años, siento que todo ha sucedido muy rápido.

—A mi también me pasa. Cuando miro hacia adentro, veo la misma estancia. La misma habitación. Elementos que cambian, muebles que aparecen, reformas, exposiciones o una nueva decoración. Pero siempre es el mismo aire que rellena el vacío. Damos forma a lo invisible. Y así, mirando el aire que encerramos, se me pasan volando los días.

—Yo en cambio prefiero fijarme en lo que hay fuera. Hay árboles que llevan con nosotras desde que nos construyeron. Sin embargo, he visto como hay cosas que no han parado de cambiar. Las personas que nos visitan, el color del cielo o el sonido que llega de lo que hay más allá de la colina en la que estamos. ¿Cómo crees que será la vida fuera del parque?

—No lo sé. Quiero pensar que todo está unido. Como nosotras en las esquinas, las placas de la tierra, nuestros cimientos y el tejado. Como los abrazos que comentábamos hace unos días. No imagino otra forma de mantenerse en pie que no sea así.

—¿Tú crees?

—Estoy casi segura.

—Solo espero seguir mucho más tiempo aquí para poder comprobarlo alguna vez.

—Bueno. Cuando esto acabe, nos derrumbaremos a la vez.

—Es cierto.

— Es algo así como decía el estribillo de esa canción, “...y si tu saltas yo salto”[2]. Estamos todas juntas en esto.

 

 

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— Por fin vuelve el invierno. He vuelto a notar la condensación en las habitaciones.

—Si. La humedad empieza a filtrarse por las paredes. A veces me hacen cosquillas las gotas que se desprenden de las ventanas.

—Me tranquiliza esta manera cíclica de funcionar, donde lo que se acaba vuelve a empezar.

—A mi también. Creo que es lo que da sentido a estar aquí. Ser parte de algo.

—¡Shhh!... ¿Has notado eso?

—Si. Ya vuelven los temblores.

—Bienvenidos sean.

 

 

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[1] Mario Benedetti. “Su amor no era sencillo” (microcuento). Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.